En el siglo XXI, una de las grandes verdades que debemos abrazar es que ningún país es intrínsecamente "mejor" que otro. Cada nación ha desarrollado sus propias fortalezas y peculiaridades a lo largo del tiempo, pero en última instancia, nada pertenece exclusivamente a una sola nación. Somos un mosaico global de culturas y productos, y las creaciones intelectuales, artísticas o gastronómicas no son propiedad de una sola bandera, sino del genio individual y de la humanidad en su conjunto.
Pensemos en ello: la Mona Lisa no es italiana, ni francesa, ni de ninguna nación en particular. Pertenece a Leonardo da Vinci, a su mente y a su sufrimiento, a su genialidad personal. La teoría de la relatividad no es alemana ni estadounidense, es de Einstein. Y lo mismo ocurre con cualquier creación cultural: la gastronomía peruana, francesa o mexicana no es una propiedad exclusiva de un solo pueblo. Es el resultado de una mezcla de influencias, de migraciones, de productos que han viajado de un rincón del mundo a otro. Nada tiene una nacionalidad absoluta, porque todo lo que consideramos cultura es, en el fondo, patrimonio de la humanidad en conjunto.
Cuando entendamos esto, dejaremos de pensar en términos de "mi país" versus "tu país", y comenzaremos a vernos como una gran comunidad interconectada. Francia no tiene el himno más bonito, ni Tahití las playas más hermosas, ni México los mangos más deliciosos de forma exclusiva. Todo es parte de un tapiz humano compartido, y en la medida en que reconozcamos que la cultura y el conocimiento son universales, avanzaremos como sociedad.
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