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Que nos mueve a hacer lo que hacemos?

  • Foto del escritor: Juan Gonzalez
    Juan Gonzalez
  • 24 ago
  • 4 Min. de lectura

La mayoría diría que es la voluntad, la disciplina o el deseo. Pero esas son apenas fachadas, máscaras educadas de algo más profundo. En realidad, lo que nos empuja no son decisiones libres, sino programas invisibles escritos en nosotros desde antes de recordar. Huellas tempranas que moldearon el cerebro, el cuerpo y hasta la forma en que sentimos placer o dolor. Llamémoslo instinto, memoria o algoritmo: lo cierto es que cada elección adulta es, en el fondo, un eco de esas primeras etapas que nos marcaron sin pedir permiso. Mi experiencia personal fue marcada, y en la búsqueda de respuestas desarrolle una teoría que consta de tres etapas:


Etapa 1. El útero: el origen silente

Antes de nacer ya somos moldeados. La ciencia lo ha demostrado con la epigenética, esa disciplina que estudia cómo el ambiente modifica la expresión de los genes sin alterar la secuencia del ADN. Lo que come la madre, su nivel de estrés, la calidad de su sueño o incluso la temperatura a la que está expuesta, deja marcas químicas sobre el genoma del feto. Estas marcas "Mutaciones" del ADN, modificaciones en histonas, microARN— actúan como interruptores que encienden o apagan genes. Se ha visto que estas variaciones influyen en la predisposición a la obesidad, la respuesta al estrés, e incluso en la capacidad de memoria y aprendizaje a lo largo de la vida según Gluckman & Hanson.

Así, nuestra “programación de fábrica” no ocurre en la cuna, sino en el útero. Y aunque parezca invisible, este origen silente determina cómo percibiremos el mundo: si con calma, ansiedad, apetito voraz o temores incontrolables, pero a pesar de ello puede ser modificado, o potenciado según la educación, el ambiente y las circunstancias*.

Etapa 2. Nacer: del paraíso al ambiente hostil

El nacimiento es el primer trauma humano. Pasamos de un entorno cálido, líquido y protector a un aire frío, seco y lleno de estímulos agresivos: luz, ruido, tacto. El cuerpo del recién nacido activa su eje de estrés (HPA: hipotálamo–pituitaria–adrenal) liberando cortisol, adaptándose de golpe a un ambiente hostil. Estudios muestran que las condiciones del parto —natural, inducido, cesárea— influyen en la regulación del estrés y en la reactividad emocional futura (Meaney & Szyf, 2005).

Ese paso abrupto enseña la primera lección vital: el mundo no es complaciente. Para sobrevivir no basta existir, hay que reclamar, chillar, exigir. En ese grito inaugural es casi exclusivamente humano, está inscrita la necesidad de ser atendidos, y desde ese momento comienza el ciclo de búsqueda que nos acompañará toda la vida.

Etapa 3. La infancia y la plenitud perdida

Tras ese choque inicial, aparece un periodo luminoso. La infancia temprana puede convertirse en una etapa de plenitud: una franja breve, pero decisiva, donde todas las necesidades están cubiertas. Hay calor de hogar, alimento asegurado, compañía. Es correr tras una pelota sin que importe el tiempo; es reír hasta el dolor de panza porque no existe la vergüenza; es dormir con la seguridad de que alguien protege.

Y lo más revelador: en esa etapa, el cuerpo no solo no es juzgado, sino celebrado. La pancita blanda se pellizca con ternura, se besa con frecuencia y entre risas; los errores en el habla provocan carcajadas y abrazos; las sonrisas incompletas son festejadas como milagros. Cada caída es recibida con un “levántate, campeón”, cada torpeza es premio de ternura. El niño vive en un estado de aceptación radical: nada se condena, todo se acoge con amor.

Ese oasis configura lo que podríamos llamar un algoritmo emocional. El término “algoritmo” suele usarse hoy para hablar de redes sociales o inteligencia artificial, pero en esencia significa: un conjunto de pasos claros y repetibles que conducen a un resultado. En nuestra biografía afectiva, ese algoritmo es un deseo inconsciente que nos empuja a intentar recrear una y otra vez esa plenitud. Cuando nos alejamos de ella sentimos vacío; cuando nos acercamos, aunque sea en gestos mínimos, sentimos placer.

Concluí entonces que si lo miramos así, la vida se explica como un algoritmo de búsqueda: el útero nos programa, el nacimiento nos arranca de golpe y la infancia nos regala una breve plenitud. Desde entonces, cada decisión, cada error, cada obsesión —ya sea un amor, un exceso de azúcar, una adicción o una relación— no son más que intentos de regresar a ese estado intacto, el punto cero, antes de comenzar a grabar la secuencia dictada por las emociones, por la dinámica de la experiencia en este plano: El Placer y el Dolor.

¿Qué nos mueve a hacer lo que hacemos? No la voluntad, no la disciplina, no el deseo racional. Nos mueve la memoria de una plenitud perdida. Y en esa búsqueda, tan humana como inevitable, se nos escapa la vida persiguiendo un eterno imposible-

Referencias

  • Gluckman, P. D., & Hanson, M. A. (2008). Developmental origins of disease paradigm: A mechanistic and evolutionary perspective. Pediatric Research.

  • Meaney, M. J., & Szyf, M. (2005). Maternal care as a model for experience-dependent chromatin plasticity? Trends in Neurosciences, 28(9), 456–463.

  • Skinner, M. K. (2015). Environmental epigenetics and a unified theory of the molecular aspects of evolution: A neo-Lamarckian concept. Epigenetics, 10(11), 759–768.

  • Yehuda, R., Daskalakis, N. P., et al. (2018). Epigenetic mechanisms in PTSD and intergenerational trauma transmission. Current Psychiatry Reports.

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